Futuros maestros: entre el «ya sé todo» y el «no me da la cabeza»

Hace un tiempo venimos notando con mis colegas profesores del instituto de formación docente en el que trabajo una tendencia preocupante: algunos rasgos característicos de los grupos de estudiantes que aspiran a ser maestros oscilan entre una profunda convicción de que ya «lo saben todo» y una extrema baja autoconfianza sobre su capacidad de aprender. Es decir que asistimos a extremos, que tienen como consecuencia una gran resistencia y dificultad hacia las devoluciones que hacemos para la mejora por un lado y, por el otro,  una profunda carencia de la confianza necesaria para poder encarar un proceso de aprendizaje.

Nos resultan rasgos llamativos en un punto porque se diferencian de los perfiles de estudiantes que teníamos hace unos años, pero también porque se trata de características muy polares a donde nos cuesta hallar situaciones intermedias. Claro que además ninguna de ellas facilita la formación como futuros docentes y por lo tanto implica poner en práctica nuevas estrategias, muchas de las cuales recién comenzamos a explorar.

Esta descripción que estoy realizando no se corresponde con ningún estudio o investigación que hayamos encarado sistemáticamente, aunque indudablemente sería bueno hacerlo, sino que son el resultado de conversaciones entre colegas que observamos e intentamos buscar las mejores formas de encarar la enseñanza para los futuros maestros.

En lo personal, tengo algunas hipótesis sobre el tema que me gustaría compartir e intercambiar con ustedes. El fenómeno que describo suele ubicar dentro del grupo que «no necesitan aprender nada» a los más jóvenes, que se corresponden con la franja de edad que va aproximadamente entre los 18 y 25 años. En el grupo de quienes han perdido la confianza en su capacidad de aprender, encontramos en cambio a los más grandes: aquellos que en promedio están entre los 25 y 35 años. Voy a tratar de pensar en voz alta algunas ideas al respecto.

¿Mas vale solo que mal acompañado?

En la Argentina, quienes hoy tienen entre 18 a 25 años pertenecen a una generación que podríamos caracterizar a grandes rasgos como «los hijos del apogeo neoliberal»: nacidos y escolarizados en la época del menemismo, asistieron a una escuela atravesada por la Ley Federal de Educación y por lo tanto en un sistema educativo que se vió fuertemente atacado por múltiples factores que lo llevaron a una mayor fragmentación y desmembramiento. Pero además, una época que se inicia en el contexto de «déme 2» y que deriva en una de las peores crisis económicas y sociales que hemos vivido. Esta generación es sin duda de «sobrevivientes»: han transitado durante su infancia situaciones contradictorias, signada por la incertidumbre, y una escolaridad si se quiere «confusa». En ese escenario suena bastante lógico que resulten un tanto escépticos al valor de la enseñanza, y al mismo tiempo un poco reticentes a recibir del sistema educativo y sus docentes alguna ayuda: han piloteado solos la tormenta y han aprendido que si pudieron sobrevivir de ese modo… ¿por qué cambiar algo?

Pero además han transitado una escolaridad en donde se ha raleado por completo la figura y la autoridad del docente, no solo desde el reconocimiento social, económico, etc. sino desde la visión de los propios padres que ven en los maestros y profesores un grupo pauperizado en todo sentido. Quienes cursan la carrera docente ingresan a ella con poca conciencia acerca de estas visiones internalizadas y resulta fundamental poder abordarlas para analizar desde el inicio de la formación. Como corolario, estos jóvenes poseen un rasgo que puede ser positivo o puede volverse en contra, una mirada muy centrada en ellos mismos o a veces «individualista». Esta generación de estudiantes parece descreer profundamente del valor de lo colectivo: su escepticismo social, se traslada a las relaciones grupales al punto tal que muchas veces se resisten a trabajar con otros y reclaman continuar solos su rumbo. En este punto, resulta indudablemente preocupante que a los futuros maestros les cueste concebirse como colectivo.

Esta forma de centrarse en sí mismos tiene como contracara la imposibilidad de poder ponerse en el lugar del otro: solo importan las necesidades particulares de cada uno. Esto se traduce en un demanda permanente hacia los profesores, quienes se ven presionados a dar respuesta en todo momento y lugar como una suerte de atención sistemática que se naturaliza en una idea del «profesor al servicio permanente del alumno». Se preguntan las mismas obviedades reiteradamente porque no hay escucha del otro; se pone al profesor a cubrir el lugar que debería ocupar el propio grupo de estudiantes; se le exige que sea «open 24 hs» por mail; etc.  Se generan así reiteradas confusiones acerca del lugar que ocupa cada uno y una especie de engañosa «simetría» en la relación que dificulta la relación de enseñanza.

Por otra parte, cabe agregar que en la Ciudad de Buenos Aires los estudiantes de profesorado acceden hoy muy rápidamente a un trabajo en escuela, ya sea como auxiliares pedagógicos o muchas veces incluso como maestros, a pesar de tener solo la mitad de la carrera cursada. Este panorama contribuye a una sobreestimación del saber experiencial por encima del conocimiento adquirido en la formación. Ese saber que proviene solo de práctica, suele reproducir los modelos de enseñanza observados y vividos con sus consecuentes fallas y problemas, atentando contra la reflexión crítica que permite superarlos. Al contar con este conocimiento, consideran que él resulta más que suficiente para enfrentar el campo profesional y subestiman el valor del estudio.

En este escenario guiar, orientar, marcar un camino posible, señalar errores, etc., es decir simplemente «devolver» la mirada sobre el aprendizaje de los alumnos, se hace tarea casi imposible para el docente que suele ser resistido y atacado en sus argumentos, como una forma de «defensa preventiva». Obviamente, se hace difícil aprender en este contexto… Pero preocupa más cómo serán capaces de enseñar cuando sean maestros desde la imposibilidad de visibilizar al otro y ponerse en su lugar cuando resulte necesario.

Las marcas de pasado que juegan en contra

La verdad que no sé cuál de los extremos me preocupa más: cuando asisto a las consecuencias de una escolaridad que ha deteriorado por completo la capacidad de seguir aprendiendo y, por sobre todo, el sentimiento de que tienen la capacidad para hacerlo, creo que existe muy poca conciencia acerca del valor de las acciones pedagógicas sobre las personas en el tiempo.

A veces resulta difícil acompañar a un estudiante que adulto que llega a un punto de convencimiento de que «no sirve para estudiar»: es muy duro verlos perder sus esperanzas, su sueño de ser maestros, sepultados en aquella imagen que durante años el sistema educativo se ocupó de forjarles y sostenerles. Si bien cuesta mucho, no es imposible reencauzar el aprendizaje una vez que logramos destrabar esa autoimagen tan destructiva. Durante mucho tiempo escucharon de todas sus imposibilidades pero nunca de sus fortalezas.

Los estudiantes que tienen más de 25 años han transitado una escolaridad fundada en el principio nefasto de «la letra con sangre entra». La fórmula se traduce en la ecuación: «a más sufrimiento, más aprendizaje». De esta carrera de «supervivencia del más apto» algunos logran salir más o menos enteros. Sin embargo una importante parte no logra sobrellevar las marcas y el dolor que la escolarización le ha proferido. Quienes sostienen un paradigma exitista de la educación solo ven en ellos «el grupo de perdedores» cuya salida del sistema justifican como natural, bajo la idea de que «a no todos les da para ser docentes» o profesionales de cualquier otro campo. Para ellos el acceso a los estudios de nivel superior solo son «para unos privilegiados». Aunque cueste creerlo, todavía hay mucha gente que lo piensa de esta manera.

Me produce una gran admiración cuando los estudiantes logran vencer los efectos negativos de la «biografía escolar», porque estoy convencida de que esos serán los mejores docentes: los que sabrán lo que se sufre una mala enseñanza, una evaluación sustentada en la humillación permanente. Pero claro: para llegar a este punto el trabajo que hay que desarrollar tanto desde el aula como desde acciones tutoriales debe ser constante y profundo. Y por supuesto: de todos los que empezaron no todos llegan a recorrer este camino, varios van dejando y se produce así un creciente fenómeno de deserción al que asistimos en la primera parte de la carrera docente y en otras carreras de nivel superior.

¿Son tan opuestos los polos?

Comencé hablando de los extremos, pero finalmente creo que ambas situaciones presentan algo en común: en ellas se observa un descreimiento sobre el potencial que tiene la educación para mejorar. Por exceso o por defecto, pareciera que las historias vividas, las trayectorias escolares o la práctica misma son lo que define el aprendizaje.

No puedo dejar de pensar en la mala prensa que tiene la valoración del conocimiento: esa avidez por buscar cosas diferentes, la curiosidad como motor para buscar, leer y reflexionar. El «determinismo» con que se acepta lo que se trae como lo único válido no deja lugar a que aparezca el deseo de seguir aprendiendo. Por supuesto que cuando hablamos de futuros docentes, este rasgo constitutivo tiene un impacto muy fuerte en lo profesional: ¿cómo lograr que los chicos se motiven para aprender si los propios docentes no tienen esa motivación?

Un buen modelo siempre es importante cuando hablamos de enseñanza, y evidentemente los grupos actuales de estudiantes de profesorado han tenido muy pocos o, lo que es peor, a veces no han tenido ninguno.

La biografía escolar puede constituirse en un excelente campo de análisis de experiencias para ser superada y construir prácticas diferentes. En este terreno no se trata de profecías autocumplidas.

¿Cómo hacer para fortalecer a ambos grupos para que sean capaces de superar estas posiciones? ¿Cuán condicionante será todo esto sobre las formas en que los futuros docentes asumirán su rol y su tarea? ¿Cómo lograr que una devolución de un proceso de evaluación sea escuchada, aceptada y movilice en un sentido positivo sin desmoronar las ganas de seguir aprendiendo ni fomentar más resistencias? ¿Cómo recuperar esa valoración por el conocimiento?

Los invito a sumar sus opiniones, colegas y estudiantes… tal vez entre todos podamos pensar estrategias para salir de esta bipolaridad.

 
Fuente imagen: http://www.san-pablo.com.ar/rol/?seccion=articulos&id=3573

 

11 comentarios

  1. Hola, cómo están? Bueno yo quería contarles un poquito de mi experiencia. Tengo 38 años y curso el 3er año de Educación primaria. Debo confesar que muchas veces me sentí ofuscada cuando no entendía los texto la primera vez que los leía, luego entendí que me faltaba practica después de tantos años que no estudiaba. Pero también, descubrí que mis compañeras eran muy individualistas y si necesitábamos seguir adelante, debíamos ser eso Compañeras, cree grupos de Facebook para sólo nosotras y en ocasiones otros para los docentes. Esta manera hizo que cumpliéramos todas con los trabajo prácticos o presentaciones, además de las consultas para parciales y final. Otras vez sirvió para acompañar la que esta muy sola. Espero que mi experiencia pueda ayudar algún otro grupo. Saludos y nos seguimos leyendo.

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  2. Creo que en la medida que vayan apareciendo personalidades ejemplares docentes y no docentes (la escuela es de todos) que muestren con sus actos lo que se debe hacer (solidaridad, respeto, comprensión, tolerancia, inclusión, motivación, etc) y si logran sumarse y contagiarse unas a otras estaremos dando un paso importante mas allá de las adversidades del contexto actual. «Mejor que decir es hacer»

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  3. Hola. Soy estudiante de 1er año del profesorado y tengo 35 años. Es muy cierto lo que observa la autora en cuanto a las dos franjas etarias, yo agregaría que los más grandes además de haber sido educados «con la espada con la pluma y la palabra» también padecimos el vaciamiento de los 90 que nos entregó un título de nivel secundario (el mío en el 97) donde las calificaciones reflejaban un «se supone que aprendió»; es decir yo puedo tener un excelente promedio en la libreta, sin embargo no creo haber aprendido tanto como dicen los números. Por último, quisiera agregar mi preocupación ante el mensaje que nos han inculcado, y que aún sigo escuchando por radiopasillo, que «la escuela existe para obtener un título o pasaporte hacia un buen trabajo», la estrecha relación entre la educación y el mundo laboral ha dejado de lado un sin fin de hipótesis de lado y desacreditado el saber que además de ser un medio para conseguir determinadas cosas, también es un fin y tiene validez por sí mismo.

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  4. Coincido con lo que sostiene Débora ya que también me desempeño en la formación de futuros docentes (en distintas instituciones). Instalar prácticas disruptivas en donde el potencial de los futuros enseñantes fluya es una acción que siempre pienso y hago en lo cotidiano. Mostrando que estudiar no es simplemente saber «conceptos» «definiciones» y «autores» sino transparentando mi propia relación con el saber, eso de algún modo, provoca a los estudiantes tomar partido, no ser dependiente funcional crónico, y poco a poco- porque estos son caminos muy lentos pero al mismo tiempo gratificantes- se puede generar algo distinto, provocador, y desafiante para los estudiantes y para mi. Como estrategia, las tutorías me han dado buenos elementos para develar y analizar, no solamente por las dificultades que revisten los temas que enseño sino por el sentido sobre la formación que hay que trabajar sistemáticamente desde el inicio no solamente desde la perspectiva del alumno, sino también desde nuestra responsabilidad. Por suerte, para mi ser docente es un pasaje de pruebas permanentes. Ese pasaje no lo vivo, ni lo siento, ni mucho menos lo pienso desde una lógica binaria. Por el contrario, y permitiéndome muchas veces no saber, es desde donde día a día aprendo cotidianamente y para siempre.
    Muchas gracias Débora por hacer de este espacio una escuela de pensamiento, análisis y reflexión para todos los que estamos en esta senda (al menos para una minoria porque como bien decís la bipolaridad existe en las instituciones pero somos nosotros los que tenemos que dar cambiar el vértice de los rumbos).

    Un cordial saludo!
    Mercedes Lavalletto.

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  5. Fue inevitable no sentirme totalmente identificada con lo que planteas en el artículo sobre la polaridad «No me da la cabeza», pero más inevitable aún me pareció, acercarte lo que vengo pensando sobre el tema, desde que decidí o mejor dicho, descubrí, que no pertenecía a ese ‘grupo’.
    La verdad es que mi llegada al profesorado, me cambió la vida. Desde tercer año aproximadamente, cuando todos comienzan a preguntarte «¿Y? ¿Ya sabés qué vas a estudiar cuando termines?», yo pensaba ¿estudiar? Gracias que vengo pasando de año y haciendo malabares con las materias…pretenden que piense en meterme en la facultad…no había chances. ¿Cómo explicarles que yo no sabía estudiar? Que cuando tenía que esudiar para llegar al 6, me aprendía todo de memoria y aprobaba. Tenía suerte, porque tenía mucha memoria…¿Cómo explicarles que mi sueño se limitaba a, que se alinearan los planetas y me sacara un miserable 10 en la escuela? Ni hablar de ser abanderada… cuando la preceptora los anunciaba, yo deliraba y pensaba ¿Y si esta vez eligieron por compañerismo, o antiguedad? Ja ja, Sí claro. Un delirio.
    Ya en 5° año tenía que decidir y las opciones eran, cocinar «que era lo único en lo que era buena», o el profesorado. El profesorado casi que no era una opción, ¿Cómo iba a hacer para recibirme de maestra con todo lo que iba a tener que estudiar? Encima sin saber estudiar… Y así, con alegría pero por descarte, empezó mi camino por la cocina.

    Camino corto por problemas de salud. No hay mal que por bien no venga, dicen. Ahora que no podía cocinar ¿qué iba a ser de mi vida si no podía hacer lo que me gustaba? Tampoco era una opción estudiar, «porque no era lo mío». A trabajar nomás.

    Necesité unos años de nada y mucha terapia, no sabía porque, pero iba. Y también de un novio, un motor, que me apuró, sin vueltas, sin miedo: ¿Qué vas a hacer de tu vida? ¿Nada? No, no era una opción.
    Y así llegué al Normal, con más miedo que expectativas. Di mi primer parcial de Didáctica ¿a que no sabés qué me saqué? Un 10. El primero de mi vida. ¿Era una señal? No sé, tal vez. Un 10 que signficaba que todo lo que había escrito en ese papel estaba bien. Y en realidad, significó para mí, mucho más que eso.
    Para mi fue una aprobación por animarme, por arriesgarme, por esforzarme por meterme en algo en lo que no me tenía nada de confianza. Y ese fue el comienzo de mi nueva vida. Esta vida en la que pienso, reflexiono, aprendo, no estudio de memoria (porque ahora sé estudiar ja ja), pregunto, cuestiono, escucho, observo, me exijo, me equivoco (porque en esta nueva vida eso vale) y pff… tantas cosas más.
    Pero lo mejor de todo, y el motivo de este mail, tiene que ver con el «cómo» llegué a esta vida. Después del esperado 10, se me fueron apareciendo personas que me dijeron vos podés, vos podés esto y más, mucho más también. Me dieron la oportunidad y me exigieron hacer más, hacer cada vez un poquito más y mejor, me dieron seguridad, apoyo… Imaginate todo lo que habrán puesto en mí, para superar años y años de «no 10».

    No quería dejar de compartir con vos mi historia, de la que tanto vos como el profesorado forman parte y así va a ser siempre. Y estate muy segura que no son «los estudiantes (como yo) los que logran superar los efectos negativos de la biografía escolar», solos, no.

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  6. Yo llegué al Profesorado de Educación Primaria con 38 años y me gradué con 42 a finales del 2015. Es muy cierto lo que dice Débora, sentí ciertos bajones anímicos dentro de mi carrera cuando la materia no me causaba tanto agrado como otras. Sabía que era una obligación y cambios a mi gusto no podía hacer.Al finalizar segundo año intenté cambiarme de institución por la discriminación que recibía por mi enfermedad, momento en que conocí a Débora. No logré mi pase al Normal desde provincia así que busqué otra institución de provincia.Con el paso del tiempo me fui dando cuenta que uno tiene a veces fortalezas que desconoce totalmente, en tercer año me creía una alumna fuerte y cuando llegó la residencia en cuarto pude descubrir mayores fortalezas en mi persona. Realmente estoy tan agradecida a la gente que me enseñó, los autores que leí y a quienes sigo leyendo en el día a día para seguir aprendiendo
    Saludos, Gise

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