¿Por qué a escuelas y docentes les cuesta tanto reconocer que se pueden equivocar?

La genial Mafalda, de Quino

Suele ser bastante difícil mantener un diálogo con algún directivo de una escuela cuando se es padre y se intenta señalar que se ha incurrido en algún error. También puede suceder con los docentes: queda en el aire esa rara sensación de que siempre “la ganan o la empatan”. Pocas veces he escuchado a los colegas asumir que se han equivocado. ¿Pero por qué cuesta tanto algo que parecería tan sencillo?

Maestros y profesores estamos “configurados” para responder con la fuerza de las verdades absolutas. La propia sociedad espera eso de nosotros y no admite dudas o errores: estamos compelidos a no equivocarnos. Esto se constituye en una pesada carga que en algún punto se internaliza y finalmente naturaliza de modo tal que en un determinado momento ya no podemos notarlo: sencillamente respondemos a lo que se espera de los docentes.

“-¿Tu maestra te dijo que no estaba segura de lo que le preguntaste? ¡Pero cómo puede ser! ¿no sabe nada?” puede ser una respuesta típica de padres. Hoy la autoridad del conocimiento que antes identificaba con tanta claridad al docente se pone en jaque: el acceso inmediato a la información vía Internet, la inutilidad de la retención de datos que resultan efímeros e irrelevantes, pone en jaque a quienes tienen como tarea enseñar.

Pero por otra parte hace rato que los enfoques constructivistas del aprendizaje han demostrado el valor del error como parte del proceso. Ya decía Piaget que lo que denominaba “error sistemático” por parte de los chicos, mostraba su forma lógica de pensar mas que aquello que se concibe como una equivocación producto del “no entender”. Teniendo claro este panorama, ¿por qué se produce tanta resistencia al error?

Soy de la idea de que quienes no son capaces de aceptar los errores propios difícilmente puedan aceptar los de los otros. En el caso de quienes enseñan, no se tendría que tratar solamente de una “tolerancia” al error sino de su aceptación como parte de cualquier proceso.

Hasta acá hablamos de docentes y alumnos. Pero otro tanto le compete a las instituciones. Las escuelas son tremendamente cerradas frente a la posibilidad de haberse equivocado. Un poco por eso de “los trapitos se lavan adentro” y otro poco por la autoexigencia de que todo debe hacerse bien, no son capaces de aceptar cuando algún miembro de su comunidad señala un error. Y si es un padre o un alumno, la institución de encolumna y resiste todo señalamiento.

¿Qué pasaría por ejemplo si un equipo de conducción reconoce a padres o alumnos que tomó una decisión inadecuada u omitió algo importante; si muestra que se accionó (con la voluntad que fuera) en un sentido que terminó mal para alguien o que provocó algún daño?

He llegado a escuchar decir a directivos que no debe mostrarse ninguna grieta, que pase lo que pase hay que salir a defender lo que se hizo. Con mucha suerte se hace alguna recriminación que se mantiene oculta, ¿pero reconocer un error? ¡Jamás!

Cuando esto se traslada a la relación entre el docente y sus alumnos directamente afecta la capacidad de aprendizaje: quien está aprendiendo necesita conocer y comprender tanto cuando se equivoca como cuando está en el camino adecuado y que ambas cosas logren estar en el mismo rango de importancia. ¿Cuánta confianza podemos darle a quien está aprendiendo si ponderamos cuando está en lo cierto ante una duda o una equivocación nuestra? Es una situación muy común ante la devolución de un examen: debería producirse a posteriori un diálogo que permitiera revisar y si es necesario reformular la manera de corregirlo cuando los estudiantes encuentran un error en el proceso, algo que resulta altamente factible.

¿El docente sentiría una “herida narcisista” por reconocer que no es perfecto? Más bien pensemos en todo lo que ganaría el alumno que puede humanizar a quien le enseña y qué buen modelo representaría para permitirle transitar sus propios errores. Pensado de este modo, pareciera que la ecuación se resuelve con facilidad, ¿no?

5 comentarios

  1. En los aprendizajes el error es ser un compañero más, una instancia de aprendizaje, la más productiva quizás. No concibo otra mirada educativa posible alrededor de eso. Es un compañero más en el aula. Así debería ser.
    Lamentablemente, entiendo el blindaje institucional ante los padres cuando se comete alguna equivocación en la actividad cotidiana. Hablo de equivocaciones menores, que quede claro: las situaciones graves requieren otros tratamientos.
    Nos gusten o no, algunas frases hechas por algo están hechas y «lavar los trapitos» dentro de la escuela es hoy una inevitable defensa ante los muchos ataques intolerantes y sinrazón que tantas veces recibe la actividad docente. No, no me gusta esa actitud corporativa, es conflictiva, contradictoria; pero la entiendo. Porque la situación excede a lo pedagógico. No siempre desde afuera se valora al error como una oportunidad para aprender. Hay que recordar que en la calle entran en juego otros dichos. «Hagamos leña del árbol caído», por dar un ejemplo. Y un directivo no puede ser tan ingenuo y comprensivo exhibiendo pequeñas fisuras institucionales. Porque muy probablemente los padres y abogados no le van a responder de la misma manera.
    Así es que, en esos casos (menores, insisto) no me preocuparía por la falta de «socialización» del error. Lo que realmente sería grave es que no existiese una autocrítica interna, que finalmente no se laven esos «trapitos sucios», que nada se corrija y que todo siga igual. Eso sí que estaría mal. Eso sí sería negar todo y no reconocer el error bajo ninguno de sus aspectos.
    Nos leemos
    Ricardo

    PD: Es evidente que escribiste el artículo desde tu lugar de madre. De otro modo, pensando la escuela desde adentro, en mi opinión el título más adecuado habría sido «¿Por qué a escuelas y docentes nos cuesta tanto reconocer que nos podemos equivocar?» ¿No te parece?

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  2. Hola Ricardo, gracias por el comentario.
    En realidad no escribí la entrada «desde el lugar de madre» sino más bien inspirada en la imposibilidad que veo en los colegas de reconocer por ejemplo un error en situaciones de devolución de evaluaciones. Así que en ese punto no sé por qué te sonó a lo contrario: en lo personal hago el intento siempre de reconocer mis errores como docente, a veces me saldrá bien y otras no tanto, tal vez por eso no me incluí en el título. Por otra parte tengo colegas que también lo hacen pero otros tantos que no e incluso a veces quieren generar situaciones de defensa casi «corporativa» de errores que se cometen en las instituciones.
    Bien lejos estoy de pensar que se haga «leña del árbol caído», pero si esto nos va a llevar a «abroquelarnos» y no poder generar otros modelos de relación pedagógica, me parece que también podemos estar en un camino sin retorno.
    Para un alumno poder reconocer que su docente no es perfecto, que no es esa «figura inalcanzable» lo humaniza y muchas veces lo anima a expresarse. La falta de reconocimiento de los errores pone distancias a veces insalvables desde lo vincular.
    Tampoco se trata de defender lo indefendible: ¿acaso no podemos encontrar puntos medios sin que esto implique mejorar la escucha y reconocer que a veces no seguimos los caminos adecuados? Hace rato que estoy bregando por mejorar socialmente la valoración de la docencia y creo que no se logra por negar los errores sino más bien todo lo contrario.
    Que podemos cruzarnos con personas que se aprovechen de eso… seguro! ¿Pero por eso vamos a estar tratando de evitarlo permanentemente con «blindaje institucional»? No me parece una buena opción, y creo que tampoco garantiza que eso «ataje» los ataques contra la docencia.
    Un afectuoso saludo,
    Débora

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