«-Mamá, me quiero quedar hoy en casa!»; «-Ufff, ¿mañana otra vez hay escuela?». Muchas veces escuchamos estas frases de los chicos que no quieren ir a la escuela. Y casi siempre las naturalizamos. Como padres, solemos pensar y hasta decir que «siempre fue así» y que «a quién la va a gustar a ir a la escuela», sin tener conciencia de cómo vamos legitimando este imaginario colectivo de que la escuela en la lugar destinado a padecer y no a disfrutar.
¿Está bien que esto sea así? ¿Es razonable pensar siempre la escuela como un «mal lugar»? Creo que es hora de revisar este pensamiento.
En primer lugar, es necesario reflexionar acerca de la cantidad de tiempo que un chico pasa en la escuela. Su infancia transcurre con la escuela como centro de su vida cotidiana, a donde pasa muchas veces la mitad del día en que está despierto. ¿Alguien piensa que es razonable trabajar todos los días en un lugar que se detesta? Claro… en ocasiones podemos elegir no trabajar en un lugar así y cambiarnos, pero lamentablemente los chicos no pueden elegir no ir a la escuela. Por lo menos en nuestro país, el «homeschooling» aún no es una opción demasiado viable y extendida para la mayor parte de la gente.
Ahora bien, el único argumento igualmente no puede ser la cantidad de tiempo que pasan los chicos en la escuela aunque no sea un tema menor. Se supone que se va a la escuela porque es el lugar por excelencia para aprender. Y el problema central radica en que hoy ya no se aprende solo en la escuela pero además que muchas veces se logran fuera de ella aprendizajes mucho más contundentes y significativos para los chicos que los escolares. En este punto podemos hablar del aprendizaje invisible (Cobo y Moravec 2011): aquellos aprendizajes que suceden en otros contextos fuera de la escuela pero que podrían ser excelentes puentes para enseñar desde el interés de los chicos. Sin embargo, ante ellos la escuela actúa como suele hacerlo habitualmente: los resiste, los cuestiona y los excluye. Cuando Nicholas Burbules habla del aprendizaje ubicuo instala la idea de que hoy es posible aprender en todos lados: los dispositivos móviles, las tecnologías, generan entornos de aprendizaje accesibles desde cualquier lugar y en todo momento y que operan centralmente sobre el interés de quien aprende.
¿Por qué entonces la escuela no puede ser un lugar que convoque el interés? ¿Por qué tanto esfuerzo y tiempo en transmitir de generación en generación la idea de que la escuela es un lugar solo para «tolerar»? Si los chicos son capaces de aprender muchas cosas fuera de la escuela, todo indica que tienen las condiciones para aprender dentro de ella. Y no se trata de pensar en que el aprendizaje siempre esté ligado a la diversión o no implique esfuerzo. Por el contrario, los chicos ponen gran esfuerzo en atravesar desafíos que les ofrecen por ejemplo los entornos virtuales en donde juegan y se comunican cotidianamente. La tosudez con que afrontan situaciones en el mundo digital no se vé dentro de la escuela. ¿Pero esto es responsabilidad de ellos?
Claramente es la escuela quien tiene que repensarse. Los chicos deben recuperar el deseo de ir a la escuela y no solo por el disfrute del grupo social (cuando lo hay) sino porque la escuela debe ser un lugar a donde les guste ir. ¿A quién puede gustarle ir a un lugar a donde te maltratan, te humillan, te dicen que te calles y te piden que repitas datos sin sentido?
No es tan difícil cambiar la escuela. Pero muchas veces nos encontramos con que no hay voluntad de hacerlo: ni de los docentes, ni de las autoridades, ni de los padres. Es más cómodo y fácil «mantener controlados» a los chicos (o tener la ilusión de hacerlo) mediante el ejercicio del poder basado en el temor que ellos le tienen a la escuela.
Docentes: la escuela tampoco debería ser el lugar que padezcamos todos los días. Padres: ¿por qué resignarnos de manera «fatalista» y creer que esto es todo lo que la escuela puede darnos? Pensemos juntos. Cada uno tiene en sus manos algo para cambiar.