Evaluación escolar: temida, odiada, ¿contrariamente aceptada?

Hablar de evaluación remite a múltiples imágenes internalizadas de temor, ansiedad, somatización, etc. Nada bueno diríamos y todos podríamos coincidir en que la evaluación se concibe algo así como «un mal trago que hay que pasar».

Paradójicamente, ocupa un central en la vida escolar y alrededor de ella giran expectativas de padres y docentes en primera instancia, y por consecuencia recaen sobre los chicos. No falta quien aún sostenga la falacia de que cuanto más se evalúa más calidad se logra, aunque es bien sabido que esto conforma solo el imaginario histórico.

Por una especie de acostumbramiento, son muchas veces los padres quienes se instituyen en los verdugos de sus hijos frente a la evaluación, llegando a puntos tales en donde la mayor presión la ejercen ellos tanto antes por el estudio como después por las calificaciones.

Me pregunto cómo podemos cambiar la historia si todos los «engranajes» de este tema corren articulados… Se naturaliza lo antinatural de la evaluación y todos juegan el mismo juego: ¡menos los chicos!

A las clásicas preguntas de qué y cómo evaluar, deberíamos añadir la menos frecuente del «para qué». La pérdida del sentido de evaluación, o lo que es peor: el otorgamiento de un sentido que contradice lo más esencial del aprendizaje significativo, nos lleva a pensar que es necesario «parar la pelota y mirar la cancha». No podemos seguir evaluando porque se termina el período y «hay que poner una nota», ni porque queremos «tenerlos cortitos», ni porque queremos castigarlos por algo. El único sentido válido de la evaluación es claramente la mejora del aprendizaje.

Todo indica que si vamos por ese camino, hay algunas cosas que deberían cambiar sin dudar. La primera, sería el desterrar los exámenes o pruebas como única forma válida de evaluación. Es más: sería preferible no recurrir a ellos. Claro que acá viene la parte a donde los padres opinan que si en la vida siempre hay que rendir exámenes cómo haríamos para enseñarles a pasarlos si no los implementamos.

En este punto parto de dos realidades paradójicas pero válidas:

  • La escuela hoy no te prepara para la vida (aunque debiera hacerlo).
  • Los exámenes no resultan una forma valiosa de preparación para sortear situaciones problemáticas. Solo se aprende a pasar un examen en una situación particular, que no es transferible mágicamente a ninguna otra.

Existen numerosas estrategias de evaluación que nos aportan información más valiosa y oportuna acerca del proceso de aprendizaje, cuando claramente los exámenes no lo hacen. Ellos ponen de manifiesto un estado artificial mediado por múltiples variables de contexto, que no refleja exactamente la situación de aprendizaje de quien ha sido evaluado.

Las mejores herramientas de evaluación son aquellas que nos permiten hacer un seguimiento cotidiano de los avances, problemas, errores, progresos, etc. de cada alumno. En este sentido, en primaria por ejemplo los cuadernos de clase son un indicador mucho más relevante del aprendizaje que las pruebas, aunque a la hora de calificar ocupen un lugar menor en la escala. En la secundaria contamos con múltiples oportunidades para conocer qué aprenden los chicos: el trabajo individual y grupal, la participación, los debates, las preguntas que hacen, etc. nos dan clara pauta de cómo comprenden y piensan. En el nivel inicial la observación y su registro son la clave mientras que el nivel superior, incluso en situaciones de masividad, podemos combinar todos instrumentos que hemos mencionado y complementarlos con producciones específicas vinculadas con la formación en el campo profesional de cada estudiante.

Si en las instituciones educativas conocemos y sabemos que todo esto existe: ¿por qué no se aplican? Esta pregunta me la hago y la hago permanentemente… Algunas de las explicaciones que circulan más frecuentemente son:

  • Que el régimen de evaluación burocráticamente instituido no lo permite, por lo que los docentes utilizan como escudo para reformular sus propuestas. Aunque nos obliguen a implementar exámenes, nadie nos fuerza a hacer meros chequeos de información y repetición de ideas de otros. Incluso con esa forma de evaluación hay maneras de plantear diferente lo más recalcitrante de la enseñanza tradicional.
  • Que los docentes se resisten a cambiar, porque es más cómodo reproducir lo que siempre se hizo.
  • Que los padres reclaman que se apliquen cada vez más exámenes, con el objeto de «preparar» a los chicos.

Todas pueden tener algo de cierto, pero coinciden en la posibilidad de ser superadas ante propuestas mejores.

Tal vez este tema no resultaría tan importante para pensar si no fuera por las consecuencias negativas y permanentes que su impacto produce.

Cotidianamente intercambio con adultos estudiantes de profesorado, cuyas experiencias traumáticas con la evaluación a lo largo de su trayectoria escolar han minado su autoconfianza y autoestima al punto tal de poner en juego su posibilidad de continuar con la carrera. Los «fantasmas» de la evaluación no les permiten seguir aprendiendo porque fueron «etiquetados» por ella de manera sancionadora y negativa a tal punto que no han podido revertir el peso de sus efectos para poder remontar su aprendizaje.

¿Cierra entonces la ecuación? ¿Años de un sistema de evaluación que conduce a muchísimos al fracaso y la imposibilidad de aprender no son suficientes para ponernos a pensar cómo revertir el sadismo con el que se ha implementado?

Evaluar solo con exámenes tradicionales es claramente un sistema en donde todos pierden y muchos sufren. No creo que la educación consista en esto y menos aún que los padres tengamos que sostener a los chicos para que «sobrevivan» a estas circunstancias. Compartir el proceso de aprendizaje, alentarlos a mejorar, orientarlos cuando piden ayuda suena mucho más razonable.

¿Por qué los docentes no encabezamos una iniciativa para desterrar las pruebas tradicionales?

¿Por qué los padres no alientan y apoyan este cambio que iría en la dirección de ayudar a los chicos a aprender mejor?

¿Por qué los responsables de los gestiones educativas no se hacen cargo del discurso pedagógico que detentan y modifican los regímenes oficiales tradicionales de evaluación?

No parece tan complejo: podría ser producto de un consenso que creo no tan difícil de lograr. Será hora de tomar decisiones, ¿no?

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