Nadie los conoce pero todos les temen. Las escuelas se mueven más por “usos y costumbres” de lo que suponen que dicen los reglamentos y los esgrimen como si invocaran a “Heman y el poder de Grayskull” (disculpen la referencia que delata mi edad y que algunos sólo podrán comprender siguiendo el enlace) para azuzar a los villanos de la película, que vendríamos a ser… todos los que decimos lo contrario!
Cuando los directivos quieren asustar a algún miembro de la comunidad escolar lo primero que hacen es hablar del “reglamento”. En principio, vale la pena recordar que no existe una sola reglamentación como para sostener que es “EL“ único y omnipresente. Existen muchas normas y todas ellas con vacíos, interpretaciones diferentes y muchas veces hasta expresiones confusas. A pesar de que es sabido que una normativa de menor rango no puede contradecir a una superior, todo es relativo cuando de reglamentos escolares se trata.
Vamos a dar algunos ejemplos concretos. Empecemos por el ámbito de las escuelas públicas, en este caso tomaré el de la Ciudad de Buenos Aires que sanciona en 2006 su Reglamento del Sistema Educativo de Gestión Pública. La primera pregunta es cuántos docentes lo han leído, y cuánto está a disposición este reglamento para que puedan hacerlo. Si uno busca en la página web del Ministerio de Educación de la Ciudad de Buenos o intenta googlearlo simplemente, podrá ver lo difícil que es hallarlo completo y actualizado con las modificatorias correspondientes. Sin dudas que debe estar impreso en todas las instituciones, pero todos también dudan si es “la última versión”, ya que existen innumerables modificaciones pero no reimpresiones. Me atrevo a decir que un escasísimo porcentaje de los docentes lo conocemos y menos aún lo hemos leído.
Muchos colegas aún creen por ejemplo en la subsistencia de normas que regulan la forma de presentarse y vestir de los alumnos y hasta de nosotros mismos. Como parte de la “mitología”, parece natural que se regulen el aspecto físico. También es un mito arraigado el de no tener contacto físico alguno con los alumnos, basados en el supuesto de que todos son sospechosos de abuso hasta que demuestran lo contrario, llegando a situaciones insólitas por las cuales abrazar para contener a un menor angustiado termina siendo aparentemente una acción prohibida.
Recuerdo también un caso cercano en el tiempo a donde se obligaba a alumnos de escuela primaria a sacarse el gorro en pleno invierno y con frío polar, mientras se saludaba a la bandera en el patio, con el argumento de que “tener un gorro es una ofensa a la bandera”. Por supuesto al preguntar todos creían que eso lo decía “el Reglamento”, pero al pedirles que lo buscaran nadie lo encontraba…
Si vamos al ámbito de las escuelas privadas, el problema creo que se agudiza en tanto cada una de ellas fija sus propias pautas más allá del marco general, muchas de las cuales dan cuenta de los valores que cada una elige resaltar. Por ejemplo, conozco un caso en donde el reglamento institucional prohíbe a estudiantes de secundaria llevar “colores llamativos en el pelo” o aros tipo piercing, pero no establece pauta alguna respecto del plagio, y cuando se produjo un caso de este tipo no sólo no se sancionó a quienes lo llevaron a cabo sino que se apercibió al docente “por haberlo permitido”. Por lo tanto para este establecimiento el aspecto físico de sus estudiantes es más relevante que los valores que los llevan a copiarse sin que eso parezca que cometen falta alguna. Lo importante es lo que aparentan y se observa a simple vista desde afuera, pero no la educación en valores referidos a la honestidad intelectual que se imparte.
En el medio de estos vacíos, contradicciones y desconocimientos navegamos todos: alumnos, padres, docentes y equipos de conducción. Todos coincidimos en una suerte de “resignación” frente a las normas o supuestas normas, porque a veces ni siquiera existen más allá del imaginario colectivo. Pareciera que la normativa pertenece al ámbito de lo que se acata pasivamente sin que ninguno de los implicados tuviera opinión o poder alguno sobre ella. Sin embargo, la realidad muestra que ni siquiera quienes tienen un conocimiento legal especializado interpretan lo establecido en las normas de la misma manera.
En el juego entre deberes y derechos, cuando hablamos de escuela pareciera ser que todo se trata de obligaciones. ¿Cómo podemos construir una participación ciudadana diferente si sólo enseñamos a acatar sin conocer ni debatir? ¿Es propio de la vida democrática ser meras “víctimas del verticalismo” en las instituciones educativas?
En primer lugar, creo que los docentes tenemos un rol central en cuanto a conocer las normas que nos regulan en nuestra tarea y que atañen a la comunidad con la que trabajamos. A veces incluso no se trata solamente de reglamentaciones del ámbito educativo sino que atraviesan la vida cotidiana, el “afuera” de la escuela. Para mis colegas argentinos, sin dudas recomiendo que sigan el trabajo que lleva adelante el Taller Legal Derecho en Zapatillas, que nos enseña a conocer y comprender mejor el alcance de las normas en todos los ámbitos y realiza un trabajo de divulgación que sin dudas ayuda a enriquecer nuestra tarea escolar en la campo de la formación ciudadana. Nos explica en un lenguaje que el “común de los mortales” podemos entender, bastante poco habitual en el área del Derecho.
Pero por sobre todo, me gustaría invitarlos a repensar y a debatir la reglamentación educativa partiendo de la base de su conocimiento fehaciente y profundo. No se trata de «mitos sagrados» sino de acuerdos que muchas veces es necesario revisar y adaptar a los cambios de época. No nos dejemos guiar por “lo que siempre se hace” y empecemos a pensar que si los docentes empezamos a accionar en este sentido estaremos contribuyendo sin dudas a la educación democrática de nuestros alumnos.
Muy valioso el artículo. De hecho, me sorprendió amargamente ver, que la primera entrada del buscador sobre reglamento escolar CABA, muestra una página que yo escribí en el año 2007 -cuando aún estaba en el Ministerio de Educación de la Ciudad- se le agregaron dos renglones y el enlace al archivo pdf envía a otra página con información irrelevante. Los que trabajamos en escuelas públicas, sufrimos el doble filo de lo «reglamentado» y lo «reglamentable». Como dice Débora, se dan por reglamentadas muchas actitudes, posturas y algoritmos a cumplir que directamente no tienen un correlativo en lo escrito, o que resultan tan desfasados con la realidad actual que perdieron -si alguna vez lo tuvieron- cualquier sentido. O, se cumple a rajatabla con artículos del reglamento que rayan lo ridículo para estos tiempos, pero que están avalados por supervisores que no toleran ceder ni un gramo de poder sobre los equipos de conducción y los docentes. Personalmente he visto cómo algunos docentes e incluso padres hacen alarde de un conocimiento impresionante de ese reglamento para generar situaciones de chicaneo hacia colegas o autoridades.
En mi humilde opinión,creo que si hubiera un reglamento escolar, éste debería ser más que nada una guía básica común para todas las escuelas y las conducciones de éstas deberían poder tener la libertad para regular, modificar y hasta ignorar algunos puntos del mismo, en función del contexto educativo-social de cada establecimiento.
Si tenemos lineamientos curriculares que nos deberían dar nuestra plasticidad a la hora de planificar y decidir qué y cómo enseñar, ¿por qué no sería posible tener lineamientos protocolares y hasta cierto punto, administrativos en función de las realidades de cada centro educativo?. ¿Ese reglamento sirve como herramienta de gestión o como instrumento de control?
Si se pretende que cumpla un rol de gestión efectiva, ¿hasta dónde se puede aplicar en forma significativa para esa comunidad? ¿Los supervisores serán capaces de avalar los cambios que cada escuela necesita?…
Pido perdón: hoy me despaché con mas interrogantes que opiniones jajajaja.
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Gracias Miguel! Nada mejor que acompañar las buenas reflexiones con más interrogantes y seguir pensando juntos.
Creo que das en la tecla con algo fundamental: si los reglamentos escolares no fueran «bíblicos» en cuanto a su enorme longitud y complejidad de lectura, seguramente serían más práctico. Y además nos plantea qué espacios de decisión y libertad tiene cada una de las comunidades educativas para definir qué quiere ponderar y qué no.
Un gran abrazo!
Débora
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