¿Es necesario tomar exámenes para evaluar?

Créditos imagen: St. Thomas Grammar School. Fuente: Flickr.

Pasan los años y la imagen de un aula con un grupo de alumnos dando un examen no cambia: el silencio, los nervios, el clima de angustia…

Es increíble la cantidad de traumas que producen los exámenes en la escolaridad de niños y jóvenes. Sus consecuencias negativas se trasladan a la vida adulta y muchas veces ni siquiera una ayuda específica puede revertir sus efectos. Sin embargo, se siguen aplicando y se continúa aceptando socialmente y creyendo que superarlos “nos hace más fuertes”. Nada más lejos de esta fantasía…

Hay quienes sostienen que la práctica de los exámenes preparan “para la vida adulta”: la verdad que escasas veces uno pasa por instancias de este tipo en su trabajo, salvo algún concurso o experiencia similar para acceder a un puesto, pero imagínense si tuviéramos que entrenar una vida infancia entera sólo para atravesar ese momento. ¿No sería un poco absurdo?

Lo que más se olvida en medio de estos insólitos argumentos es que la evaluación es parte del aprendizaje, y que evaluar no significa tomar exámenes.

Cuando intento ayudar a una estudiante adulto a reconstruir lo poco que le queda de su autoconfianza para aprender, se abre “la caja de Pandora” de su trayectoria escolar frente a los exámenes: todo lo que queda es dolor, humillación y sufrimiento, pero de conocimiento NADA. Y no creo que aquí haya que empezar con el “todos pasamos por lo mismo y sin embargo…” porque la cantidad de personas que llegan con su capacidad de aprender totalmente destruida a la vida adulta muestra a las claras que algo se viene haciendo muy mal con la evaluación desde hace ya mucho tiempo. Es una enorme mentira que el rigor en los exámenes sirvió para aprender más, sólo instaló el miedo a no tener que volver pasarlos.

Así que terminemos con la farsa de que en algún momento de la vida hay que enfrentarlo y de que entonces es mejor empezar a “curtirlos” de chiquitos para prepararlos. ¿Y si en vez de hacer todo esto con los niños y jóvenes cambiamos la forma de evaluar? No parece ser tan difícil.

La literatura pedagógica tanto en el orden de lo conceptual como de lo práctico, es sumamente prolífica en lo que refiere a los cambios en las formas de evaluación. Numerosas investigaciones han demostrado los efectos negativos de los exámenes y sin embargo… siempre más de lo mismo. ¿Qué nos pasa entonces con los exámenes en las escuelas?

Algunos dicen que se perpetúa esta única forma de evaluar porque no se conocen otras. Yo creo que esa es una excusa muy cómoda porque con sólo “googlear” se obtienen múltiples ideas de estrategias e instrumentos alternativos de evaluación. Cualquier docente tiene a su alcance la bibliografía a la que aludía o puede llegar a ella por una simple búsqueda, así que descartemos esta explicación. Sobre todo considerando que inclusive docentes que han sido formados en modelos alternativos de evaluación, cuando llegan a trabajar a las escuelas vuelven a implementar el examen como método casi único.

Otros opinan que se debe a la resistencia que los docentes tienen al cambio. Es probable, pero me resulta una respuesta insuficiente. A veces creo que la explicación más clara es que es una suerte de “inercia pedagógica” que no podemos cortar. O, lo que es peor, que algunos colegas tienen una especie de “goce perverso” cuando aplican exámenes y observan cómo sufren sus estudiantes.

Si de verdad queremos cambiar: ¿por qué no empezar por las preguntas esenciales?. Propongo comenzar desde la más básica: ¿para qué evaluar?.

Me parece que aquí está la raíz de los problemas: mientras sigamos evaluando para calificar, para justificar un sistema burocrático o sencillamente “porque nos lo piden”, nunca vamos a ver un cambio en la educación.

La finalidad de la evaluación no debería ser otra que la mejora del aprendizaje y bien lejos estamos de esta meta. El principal destinatario, el alumno, nunca recibe de la evaluación beneficio alguno. Por el contrario: sólo se constituye en una actividad artificial y escindida del proceso de aprendizaje. Lo que le queda de los exámenes es una nota y una “etiqueta” que le dice cuán bueno o malo es en algo particular, que en general suele ser… ¡resolver exámenes!. Ni siquiera podemos dar cuenta con claridad a través de ellos de la comprensión de los conceptos, salvo en escasas oportunidades, y lo peor es que por sí solos no nos ofrecen toda la información que requerimos para dar cuenta de las características y alcances de un proceso de aprendizaje.

Como si esto fuera poco, la evaluación tradicional genera un sistema de exclusiones que van minando progresivamente la confianza de aquellos que no logran sobrevivirlos. Con los que sí lo logran, finalmente enseñamos a sortear exámenes, pero no enseñamos a mejorar el aprendizaje.

¿Acaso no era eso de que “del error se aprende”? ¿O lo dejamos sólo como una linda frase hecha? Dice Juan Manuel Álvarez Méndez:

“Sólo las máquinas bien construidas, podemos pensar, no comenten errores. ¿Por qué, entonces, penalizar siempre el error en contextos de aprendizaje? Sólo corre el riesgo de perderse quien se mueve por iniciativa propia; y sólo corre el riesgo de cometer errores quien se atreve a pensar por cabeza propia y a tomar decisiones ante situaciones nuevas, no conocidas. Sólo en la ortodoxia conductista, como advierte Allal (1980), se descarta el aprendizaje sin error. Pero al mismo tiempo, prescinde de los procedimientos de la evaluación formativa que atienda a las dificultades de aprendizaje del alumno. ¿Por qué penalizar sistemáticamente el error, antes incluso de averiguar las causas que lo provocan?”[1]

¿Qué espacios, qué tiempos y qué estrategias podemos decir que observamos en las aulas en donde veamos a docentes tomarse el tiempo para averiguar con sus alumnos las causas de lo que provoca un error? ¿Cómo podemos entonces suponer que hay aprendizaje si no se produjo esa reflexión sobre el error?

Los exámenes se acumulan llenando las agendas de chicos y jóvenes: a medida que crecen en edad es directamente proporcional el incremento de la cantidad. Hay determinados períodos a donde no hay actividad alguna de enseñanza o aprendizaje en las escuelas. ¿Y para qué? Sólo para calificar y certificar. La finalidad burocrática termina siendo la única razón que sostiene estas prácticas alienantes tanto para alumnos como para docentes que los corrigen: “se hace porque se hace”.

Hace varios años descubrí esta muy buena síntesis de instrumentos alternativos de evaluación que recomiendo leer:

López Frías, B. & Hinojosa Kleen, E. (2000). Evaluación del aprendizaje. Alternativas y nuevos desarrollos. México: Editorial Trillas.

Si bien no coincido con la totalidad del análisis que hace de cada uno de los instrumentos, me parece una buen compilación de la enorme variedad de opciones que tenemos para evaluar: portafolios; ensayos; proyectos; redes conceptuales; diarios; debates; etc . El examen es la menos indicada entre las estrategias de evaluación, la más artificial y de la que se obtiene menor cantidad y más relativa información sobre el aprendizaje.

Hay mucha otra literatura acerca de estrategias alternativas de evaluación afortunadamente, así que ideas no faltan. Sólo falta la decisión. Y aprender que aquello que a veces creemos que alguien nos obliga a hacer de una determinada manera en una escuela en realidad no siempre está reglamentado en algún lado, sino que mas bien ocupa un lugar en el imaginario docente colectivo que es necesario revisar y empezar a cambiar. Y aunque tengamos reglamentos que nos obliguen a tomar exámenes tradicionales, existen muchas formas de ponerlos en práctica sin que implique para los estudiantes una tortura y un sinsentido alejado de lo que realmente enseñamos.

Pero por sobre todas las cosas, es importante centrarnos en qué hacemos después de “corregir”, cuando devolvemos a los alumnos su trabajo. Lo más elemental: siempre hay algo positivo para decir primero, o al menos preguntar y escuchar qué pasó cuando se devuelve un examen. No se puede estar siempre señalando lo malo y haciendo sentir al alumno que nunca es suficiente para llegar a ser “digno de…”. El “después de la evaluación” es tanto o más importante que el momento en que se aplica, sobre todo cuando se trata de un examen. Es el momento para ayudar, orientar y dar la pautas para mejorar pero, por sobre todo, la instancia en donde puedo decir a cada uno de mis alumnos: “confío en tu capacidad de resolverlo, sólo demos tiempo. ¿En qué puedo ayudarte?”. Al fin y al cabo, de eso se trataba ser docentes, ¿no?

 

[1] Álvarez Méndez, J.M. Evaluar para aprender: los buenos usos de la evaluación. Disponible en: http://www.dominicasanunciata.org/99/activos/texto/wdomi_pdf_1061-IHujd1aflTOvNulr.pdf

3 comentarios

  1. Creo que se sigue confundiendo evaluar con calificar, con mis estudiantes de profesorado trabajo año tras año intentando que comprendan que la evaluación es parte del aprendizaje, entre las diversas tareas que les pido se encuentra la de buscar elementos de evaluación «no tradicionales» peleamos muchos, discutimos mucho, se frustran se enojan pero, para mi alegría, son muchos los que al año siguiente reconocen todo los que han logrado. Entiendo que para muchos docentes pensar desde otros lugares se hace difícil por una cantidad enorme de variables también es cierto que muchos colegas disfrutan de esta pequeña cuota de poder y la usan de la peor manera.
    Cuesta mucho que los estudiantes comprendan que todavía están a tiempo de analizar los errores cometidos y aprender de ellos y he visto situaciones donde estudiantes que no alcanzan una calificación que les permita aprobar se resignan a ese dato numérico y ni siquiera se interesan por saber en que se han equivocado.

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  2. […] En Argentina todos los noviembres asistimos al demencial mes de cierre de las clases y el año escolar. Tiempo de sobrecargas, de esfuerzos, pero por sobre todo, tiempo de frustraciones para muchos estudiantes. Es el momento a donde se ejerce todo el poder de la calificación y a donde se suele olvidar el sentido de la evaluación, tema que ya he tratado en varias entradas anteriores. […]

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