Créditos imagen: agradecimiento a hyoin min por compartir su imagen innovation - 3. Fuente: Flickr.
Hace aproximadamente 15 años, cuando inicié mi tesis de Doctorado, elegí como tema el de las innovaciones didácticas. En ese momento resultaba bastante difícil encontrar conceptualizaciones sobre la innovación en el campo de la educación y lo que se llamaba “estado del arte” -es decir todo aquello que se había investigado en torno el tema- resultaba bastante escaso. Paradójicamente hoy nos encontramos con una enorme proliferación de literatura referida a la innovación en educación. La pregunta es en qué líneas fue creciendo el concepto y, más aún, si ha tenido algún impacto sobre las prácticas concretas.
Partamos de poner en palabras el enorme prejuicio que concita este término, puesto que ha sido asociado frecuentemente a soluciones tecnocráticas extrapoladas de otros campos, que intentan transferirse a la educación como si fuera posible ignorar todo contexto de implementación. No es que esta connotación sea errada, pero tan cierto como esto es que la innovación puede ser cosas totalmente diferentes a la puesta en práctica de recetas mágicas que vienen de otros lados.
Una de las mejores distinciones que he conocido, y que permiten entender bien a qué llamamos innovación en educación, es sin dudas la que ha desarrollado Antonio Bolívar (1999) en su libro “Cómo mejorar los centros educativos”. Allí aborda la diferencia entre innovación, cambio, mejora y reforma que ya he tratado en una entrada anterior. Es interesante su visión acerca de la innovación como los cambios en los procesos educativos, más internos o cualitativos “a nivel específico o puntual en aspectos del desarrollo curricular (creencias, materiales, prácticas o acciones)”. Pero quizás lo más relevante de sus definiciones sea la idea de que no todo cambio o innovación implica una mejora. Y es aquí a donde me detengo a pensar en el valor de las innovaciones para la educación: en muchos casos sólo se constituyen en “espacios de experimentación” cuyo impacto no siempre es el deseado.
El otro gran interrogante tiene que ver con los “parámetros” de la innovación: ¿cualquier novedad respecto de lo dado se puede considerar innovación? ¿Es aceptable pensar por ejemplo que el hecho de utilizar una herramienta que no había sido usada antes es innovación por el solo hecho de usarla? ¿Cuánto y qué se necesita para que podamos hablar realmente de innovación?
Posiblemente sea aquí donde radican los mayores problemas que tenemos y a donde el término se ha ganado su “mala prensa” en el ámbito educativo. Se le llama innovación a cosas muy diferentes, muchas de las cuales se confunden con iniciativas externas o ajenas a las instituciones o las aulas y que se intentan imponer a fuerza de mucho “marketing”.
Si acordamos que la innovación es un espacio de experimentación, tiene que salir de la decisión de quienes son sus actores y no de una propuesta externa. Tal vez así ya podamos establecer una primera línea de separación entre lo que es y lo que no es.
El mejor ejemplo ilustrativo que encuentro es el de las muy mal llamadas a mi juicio “escuelas de innovación pedagógica” de la Ciudad de Buenos Aires. Creadas bajo el paraguas de una normativa que les dio marco y hechas a imagen y semejanza de “modelos exitosos de otros países”, son el ejemplo de lo que NO podemos considerar innovación. Copiar modelos no es innovar, sino justamente lo contrario: innovar es romper los modelos.
Cuando se habla de innovación debe pensarse en términos de rupturas con lo establecido, es algo disruptivo por definición. Por lo tanto, banalizar el término aplicándolo a la replicación de modelos es anularlo en sí mismo y presentarlo como lo opuesto a su esencia.
¿Hay espacio para innovar en las escuelas? Allí aparece otro problema. Mientras las organizaciones educativas giren en torno a requerimientos burocráticos mas que a su sentido pedagógico, estaremos cada vez más lejos de la posibilidad de innovar.
¿Se puede innovar dentro de un aula aunque la escuela no habilite el espacio para hacerlo? En mi experiencia claramente sí se puede. El cambio organizacional es mucho más profundo y complejo, pero si nos quedáramos a esperarlo nunca podríamos salir de lo tradicional. Los innovadores suelen ir contra la corriente de las organizaciones y por eso se diferencian de ellas a pesar de estar dentro.
¿Cuáles son las principales limitaciones para innovar? Yo creo que los temores, los “habitus” incorporados de manera inconciente y que operan como profundas barreras para la experimentación sobre planos y acciones diferentes a las cotidianas. Pero no puedo dejar de señalar que los prejuicios son la traba central. Debido a estas relaciones que se han hecho entre paradigmas tecnocráticos e innovación, la mayor resistencia actual se sitúa en la idea nostálgica de que “todo tiempo pasado en la escuela fue mejor”.
En los últimos tiempos observo la fuerte presencia de un discurso reivindicatorio de lo tradicional que vuelve a ponderar las bondades de la escuela transmisiva centrada sólo en los contenidos y que concluye en una magnificación de la enseñanza visualizada como proceso de inculcación. Este discurso asienta sus principales críticas sobre cualquier innovación, a la que identifica como la responsable de los peores males de la escuela. En este discurso paradójicamente identificado como “progre”, innovación es entendido como una mala palabra. Volver a lo anterior -con una reminiscencia “vintage”- parece ser hoy el camino de la mejora.
La pregunta que hago a quienes sostienen estas posiciones son: ¿podemos seguir ponderando la perpetuación de las formas más conservadoras de enseñanza? ¿cuál es el efecto negativo de innovar? ¿por qué reducir la innovación a interpretaciones solamente tecnócratas?
A mi entender, innovar es revolucionar. Es atentar contra el status quo con intencionalidad de producir algo diferente a lo conocido. Como decía antes, puede o no producir mejoras pero al menos abre caminos. Sin innovación tampoco podremos llegar nunca a la mejora: hay que probar para poder saber qué sirve y qué no. Y para eso necesitamos ir en contra de lo que conocemos. Hay que dejar a un lado los prejuicios y dotar de nuevos sentidos a la innovación. Que no nos vendan discursos pedagógicos marketineros vacíos de contenido: el contenido lo tenemos que poner quienes trabajamos en las aulas. Y no necesariamente tiene que ser a imagen y semejanza de lo que nos quieran imponer.
Innovación tampoco implica tirar todo lo anterior por la borda, pero de seguro que significa cuestionarlo, repensarlo y modificarlo en algunos sentidos esenciales. Toda acción pedagógica reconoce sus bases en otra anteriores sin que esto implique replicarlas a imagen y semejanza.
Quizás algunos docentes prefieran simplemente el camino del cambio o la renovación, sin llegar a la innovación. Pero lo que es seguro es que no podemos seguir defendiendo lo indefendible en nombre de oponerse a la innovación porque su propia denominación se lee connotada de valores que no necesariamente posee. Si algunos banalizan el concepto, será problema de quienes lo hacen dar cuenta de sus acciones. De ahí a repeler toda innovación, hay un largo trecho.
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