Pocas sensaciones tan feas como la de la autocensura. Últimamente siento que hay que medir cada palabra que pronunciamos porque todo se connota de una manera extraña y se cae en “todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra”.
Cuando hablamos de educación, me doy cuenta de que hoy han ingresado a la lista de “palabras sospechosas” algunas de las cuales siempre utilicé y definí como términos o categorías centrales para entender lo que nos pasa. Componen esta lista en el “top four” cambio, reforma, revolución e innovación. ¿Pero por qué nos robaron las palabras?
La construcción de discursos basados en slogans de gran impacto han sido el caballito de batalla de la actual gestión político-educativa en Argentina. Frases grandilocuentes y marketineras como la acuñada “revolución educativa” han impregnado los discursos más tecnócratas y se han puesto como banderas de campaña.
Y así de a poco, vaciando de contenido y banalizando cada uno de esos términos, fuimos transitando estos últimos años hasta llegar a una actualidad en donde su sola mención remite a la identificación de una línea partidaria. En un país a donde no existe una construcción de consensos políticos elementales para la conformación de una agenda político-educativa que trascienda el orden de lo partidaria, este hecho no resulta menor.
En la dinámica del “miente, miente que algo quedará” nos han intentado hacer creer que la sola mención de los términos configurará mágicamente nuevas realidades. Como corolario, nos han convencido de que los dueños y hasta “fundadores” de esos términos son unos y no otros y de que esta batería discursiva resulta patrimonio exclusivo de “los modernizadores” de la educación. Todos los demás, conformaríamos el grupo de los “conservadores” o “resistentes porque sí”, no importa cuánto o qué hayamos dicho al respecto desde hace años. Pero por otro lado, han logrado hasta convencernos de que antes que vaciar todo de contenido, lo mejor es no ser de “los modernos”. Así nos encontramos, en un escenario a donde quien hable de cambio o innovación será visto como “sospechoso de tecnócrata” y para lo cual es único destino posible es defender lo que queda, aunque resulte indefendible.
Caímos en la trampa
En un contexto en el cual las escuelas se configuran como hervideros a donde todos los días se observan grupos de padres enfrentados; violencia entre chicos y una docencia dividida; y a donde los medios se constituyen en la caja de resonancia perfecta y profundizan el clima de hervidero, las fórmulas mágicas de tecnócratas de escritorio no tienen lugar. Sin embargo, en vez de poner de manifiesto estas contradicciones, el discurso social ha logrado caer en la falacia de creer que las soluciones vienen de la mano del retorno de “la mano dura”.
Es así como hordas de padres y madres nostálgicos/as reclaman volver a una escuela que creyeron mejor, la de sus infancias, de la que sólo les han quedado pinceladas idílicas y una fantasía de ausencia de violencias. Cual si nos hubieran lavado el cerebro, el efecto de la escuela autoritaria ha logrado un triunfo arrollador al hacernos creer que ese modelo era el que permitía un aprendizaje de excelencia y un clima de convivencia armónica garantizada.
Basta escarbar un poco en ese imaginario para entender que quienes nos educamos en esa escuela verticalista y autoritaria, fuimos adiestrados de manera muy efectiva para callar, asentir sin cuestionamiento alguno a lo impuesto y no pensar por nuestros propios medios. ¿Esa es la escuela que queremos? ¿La escuela de la sumisión?
Pero también hemos caído en la trampa porque no hemos podido configurar aún un contra-modelo que refleje lo que realmente pasa día a día en la escuela: ¿cómo contenemos estas violencias cotidianas? ¿cómo construimos un sistema con límites sin caer en autoritarismos? ¿cómo enseñamos a pensar de forma autónoma sin coartar libertades? ¿cómo transitamos una convivencia democrática en una escuela a donde el virulento clima social presiona cada día y se caldea aún más en el interior de cada institución? Mal que nos pese, no hemos podido resolver bien todavía estos temas. Hoy uno de los principales desafíos sin dudas consiste en transitar el arco entre el discurso progresista no punitivista y la escalada de violencia social que entra todos los días en lo escolar.
Y acá, lo peor, es que ni siquiera nos quedaron palabras… no hay “dudosas”: simplemente, no hay. Cuando todo se vacía de contenido y lo único que quedan son slogans, el margen para hacer algo se reduce a la nada.
¿Las normas servirán para algo?
En esta escuela hervidero, lo único inamovible e incuestionable parecen ser las normas que la sostienen. ¿La propia burocracia que ralentiza el accionar autónomo será quien le dé algún margen de salida? La institucionalidad se basa en las normas, la convivencia se sostiene en ellas. Pero este marco resulta tan amplio, endeble e “interpretable” desde diferentes ángulos que finalmente se termina cayendo en una suerte de “cuento del pastorcito mentiroso”. Vamos a un ejemplo concreto para entenderlo: el régimen de asistencia del nivel secundario que establece la condición de reincorporación y de alumnos libres. Como la finalidad es que todos estén dentro de la escuela (¿y quién podría no acordar con esto??), pareciera dar lo mismo que concurran regularmente a que no lo hagan. Cuando todos sabemos que en términos de aprendizaje no es lo mismo estar que no estar, pero que al mismo tiempo las realidades sociales de algunos chicos hacen que estén tironeados para estar más afuera que adentro de la escuela, ¿qué hacemos con las normas?.
Uno podría decir que ante estas problemáticas la resolución sencillamente se tome por contextos y situaciones particulares. Y esto sería razonable si las escuelas realmente contaran con la autonomía para poder hacerlo. Pero es el mismo sistema verticalista y burocrático el que establece que esto no sea así: la decisión tomada en la escuela puede ser revocada inmediatamente por el resto del sistema. ¿Y entonces? ¿cuál es el valor de la norma cuando unos y otros no se ponen de acuerdo en su interpretación?
Como si fuera poco, el solo hecho de mostrar la poca consistencia de ese marco normativo para la definición de situaciones se constituye en sí mismo en un mensaje que estamos transmitiendo a los chicos: las normas son relativas, de acuerdo a cómo se interpreten. La vara se va corriendo del mismo modo que pasa con una justicia que decide antojadizamente de acuerdo a en qué juzgado caiga una causa. ¿Qué enseñanza estamos dando entonces?
La respuesta del sistema educativo ante esto es la clásica: replegar filas y volverse más controlador y autoritario. De ahí a la convergencia con el discurso social del retorno a la “mano dura” parece haber un sólo paso.
¿Callejón sin salida?
Como bien explica Manuel Becerra, el ingreso a la escuela de grupos que antes quedaban excluidos fuera del sistema educativo ha puesto en jaque las formas clásicas de respuesta. La falta de preparación para este nuevo escenario terminó de detonar las pocas cosas que la escuela lograba sostener y encontró a docentes y directivos sin herramientas para afrontar aquello que atraviesa el día a día de las aulas. Nos agarró desprevenidos y desarmados…
Mientras tanto el sistema, como parte de las muchas respuestas espasmódicas y marketineras que suele dar, sólo opta por cargar de cientos de proyectos bajados e impuestos que buscan operar como parches a modo de quien pone una “curita” a una herida profunda de 10 cm que requiere puntos.
Sin construcción de colectivos docentes o redes que permitan pensar juntos cómo afrontar estos problemas, difícilmente podamos siquiera empezar a mover este elefante blanco. En esto los sindicatos docentes también se llevan parte de la responsabilidad, al no lograr poner en el orden de las prioridades esta parte de las condiciones de trabajo y focalizar las demandas principalmente en otros lados. En la medida en que no se constituyan los espacios que son visualizados por docentes y directivos como representativos de sus necesidades, se irán alejando de las posibilidades de constituirse en una salida válida.
Convengamos que hoy los colectivos docentes que se construyen tienen más reflejo en las redes sociales que en los gremios. Basta ver la cantidad de grupos de Facebook relacionados con la docencia y el volumen de intercambios que se genera dentro de ellos. ¿Puede ser el punto de partida de algo diferente? Al menos por ahora parece muy incipiente y no ha logrado plasmar en incidencias clave para mover un poco el avispero escolar, aunque yo no perdería las esperanzas por este lado.
Más allá del medio, es hora de pensar una nueva agenda de debate educativo de la que participen todos y reclamar la configuración de espacios sistemáticos y reales para el diálogo que hoy no existen. Si esa agenda no empieza a operar rápidamente sobre la legislativa, estaremos bien lejos de que algo realmente empiece a cambiar en educación, ¡con perdón de la palabra!
Créditos imagen: fuente http://www.freepik.es/fotos-vectores-gratis/ladron-silueta
Las palabras, el amor y los buenos momentos. Se los llevan y no sólo en Argentina.
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[…] un tiempo hablé de cómo nos han robado todas las palabras y les han cambiado el contenido. O más bien las han vaciado al punto en que ya no tienen valor […]
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