¿A quién le importan las voces de los chicos?

A veces me hago esta pregunta cuando veo las escuelas… Pensarán tal vez que la respuesta es obvia, pero yo cada vez observo menos interés por ellos. La escuela como maquinaria de perpetuación de sí misma se ocupa muy bien de mirarse su ombligo e ignorar a quienes deberían ser el centro de su acción.

El problema más importante es el de las voces calladas: ¿quiénes tienen voz en la escuela? Las observaciones que suelo hacer en instituciones educativas y los relatos que escucho de alumnos, ponen permanentemente el eje en la resignación por hablar, ya que se han convencido de antemano de que no serán escuchados. La frase más característica es “-¿Y para qué le voy a decir…?”.

Las instituciones educativas parecen la tierra del “como si”: en este terreno, todo lo que se detenta en los discursos pedagógicos parece claramente negado en las prácticas reales. Siempre se habla del protagonismo de los alumnos, de la participación, de la importancia de sus puntos de vista. Pero cuando vamos a las aulas de esto vemos poco y nada.

¿Probaron alguna vez preguntarle a los chicos si se sienten escuchados y tenidos en cuenta por sus docentes y equipos de conducción? Es sorprendente la contundencia de la respuesta: casi todos coinciden en que sus voces son negadas.

¿Quiénes tienen entonces la palabra en la vida escolar? Y cuando digo esto no me refiero a “hacer como que se los escucha” sino a tomar realmente lo que dicen. Está claro que no pueden decidir sobre todos los temas, pero tan claro como que sí son capaces y tienen opinión sobre la mayoría de ellos. Sobre todo en lo inherente a su aprendizaje, es realmente alarmante lo poco que se tiene en cuenta la palabra de los alumnos.

Una de las situaciones más ilustrativas y frecuentes se relaciona con la enseñanza de valores y la intervención de los docentes en casos de conflicto entre pares. En vez de escuchar argumentos y situaciones particulares, existe un “speech” moralizador armado basado en las etiquetas que cada docente ha asignado con anterioridad a cada uno de los chicos. Independientemente de lo que digan sus protagonistas, el resultado de la conversación siempre será el mismo.

Algo similar sucede en las situaciones de enseñanza y aprendizaje: cuando los chicos expresan sus preguntas o dudas, si quedan fuera del radar de lo que el docente espera que le digan, casi siempre son desestimadas y solamente se tienen en cuenta aquellas preguntas o reflexiones que convalidan el pensamiento del maestro o profesor. Así de a poco los alumnos van aprendiendo, como parte del curriculum oculto, que es mejor callar que opinar. Y ésta termina siendo una de las enseñanzas más efectivas de la escuela.

Si pensamos en las situaciones de interacción más de “tipo personal” entre docentes y alumnos, nos encontramos con una gran mayoría de maestros y profesores que hacen “como si escucharan” las necesidades, gustos, intereses, pensamientos, etc. de sus alumnos, pero básicamente deciden no intervenir. Por supuesto que siempre tenemos las maravillosas excepciones de aquellos colegas comprometidos que están expectantes de lo que sus chicos manifiesten, pero mal que nos pese debemos reconocer que no representan una cantidad significativa.

Escuchar necesariamente implica intervenir de algún modo, y no todos están dispuestos hacerlo. Es más fácil y más cómodo perpetuar las formas de actuación conocidas, aplicadas cual “fórmulas para el éxito”, que abrirse a tratar de entender qué me están diciendo, qué están sintiendo, cómo están viviendo sus infancias.

Debajo de estas actitudes subyace una profunda subestimación de la palabra de los chicos. Se los piensa como incapaces de opinar, de decidir, de gestionar. Sin embargo, ellos siempre tienen para decir mucho más de lo que esperamos.

No hay muchos caminos. A la escuela del culto del silencio se la combate con un ejercicio cotidiano de expresión de todas las voces. ¿Tenemos espacios pensados y previstos para esto? Mientras sigamos pensando que hablar de temas ajenos a los contenidos curricular es una pérdida de tiempo, es difícil que podamos avanzar.

Dar la palabra debería ser una de las acciones docentes cotidianas más relevantes. No solamente por todo lo anterior sino porque se transforma incluso en una necesidad propia de la formación ciudadana. Claro: esto implica ceder un poco el centro del aula, y hay que ver cuánto nos permitimos hacerlo.

Estoy segura de que cuanto más podamos lograrlo, nos encontraremos con sorprendentes comentarios, ideas y propuestas de los chicos.

Créditos imagen: Mindaugas Danys,scream and shout. Fuente: Flickr.
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