La paradoja de la escuela para todos

Este es un tema ríspido, difícil de abordar. Porque aunque conceptualmente estemos de acuerdo en la necesidad de sostener que la escuela es para todos, en la práctica la inclusión total encuentra múltiples obstáculos que sortear.

Podríamos decir aquí todo lo políticamente correcto y esperable, pero como ya saben la idea de “Pensar la escuela” es reflexionar, abrir debate, intercambiar miradas. Por lo tanto es muy probable que este tema nos enfrente hasta con las contradicciones propias.

Estoy convencida de que la escuela debe hacer todo lo posible por ser un espacio de inclusión total. Sin embargo a veces nos encontramos con quienes no lo ven de esa manera por uno y otro lado. Me refiero tanto a los docentes que se resisten a aceptar que los chicos son sujetos de derecho y tienen que tener un lugar para ellos en la escuela, hasta los padres y alumnos que viven combatiendo las normas de convivencia más elementales en el día a día, y a pesar de todo lo que se haga desde la escuela no conseguimos cambiar esta actitud. ¿A dónde está el límite?

Hay una paradoja muy fuerte: si un docente maltrata a un alumno o -mucho menos que eso- como por ejemplo si no le enseña y hace que pierda su tiempo, es prácticamente imposible que el sistema público permita tomar alguna medida hacia él. Es tan engorroso el circuito, lleva tantos años y es tan poco efectivo, que muchas veces lleva a desistir antes de iniciarlo. Por supuesto que está pensado para defender al colectivo docente de posibles arbitrariedades y en ese caso me parece maravilloso, pero es necesario reconocer que el mismo sistema muchas veces encubre situaciones que no quisiéramos sostener en una escuela. La paradoja que mencionaba se presenta cuando, ante situaciones a veces mucho menores, se presiona para que un alumno o una familia salga de una escuela. Estoy pensando en los casos a donde los docentes piden que se sancione a los alumnos con la expulsión, sobre todo en la secundaria, a donde se observa muy frecuentemente este reclamo.

Ningún profesor quiere trabajar en un aula a donde es agredido y no es respetado. Creo que ninguna persona quiere esas condiciones de trabajo en ningún ámbito. Pero cuando se trabaja sobre todo con adolescentes, sabemos que es esperable de ellos una serie de reacciones y comportamiento propios de su etapa. ¿Esto quiere decir que los deberíamos dejar hacer cualquier cosa? No, más bien todo lo contrario. Significa la necesidad de trabajar con límites firmes y claros. Pero también implica un esfuerzo adicional por el trabajo con valores, con la convivencia, con la construcción del respeto mutuo. El respeto no viene dado ni nace mágicamente: se consigue con estrategias y consensos.

Conozco muchos profesores de secundaria que casi nunca han vivido una situación de agresión o falta de respeto. ¿Y eso por qué? Sencillamente porque establecen vínculos desde lugares diferentes: desde la confianza, desde el compromiso, desde la presencia, desde la escucha y la contención. Y de ninguna manera significa que no trabajen contenidos o sean “estilo laissez faire”: más bien por el contrario, sus alumnos aman la materia nada más ni nada menos que porque tienen a ese profesor que se planta con firmeza pero con afecto.

Desde que estoy en la Rectoría, todos los días recibo alguna indirecta o comentario de colegas de secundaria que me reclaman sanciones expulsivas. Y por supuesto que las situaciones que motivan esta demanda van en una escala diversa. Hay algunas veces que se presentan situaciones de agresión importantes desde los alumnos o sus familias a los docentes. ¿La expulsión es allí entonces la solución? Imposible generalizar, pero me parece que nos debemos un análisis profundo de cómo se reconstruye el lugar del docente en las representaciones sociales.

El docente no puede ser alguien a quien se pueda insultar o agredir sin mediación alguna. Como en cualquier otro vínculo que la escuela enseña, el respeto es la base de la relación de ambas partes. ¿Cómo se quiebra o altera ese respeto? No hay una serie de mandamientos, pero ante la duda para eso existen los Consejos de Convivencia, órganos representativos de todos los sectores de la comunidad educativa que nos permiten discutir y analizar caso por caso para llegar a acuerdos respecto de transgresiones a las normas y sanciones acordes. Claro que muchas veces no todos están de acuerdo con lo que el Consejo decide, del mismo modo que en la sociedad no estamos de acuerdo en qué significa reconstruir la representación social de la docencia.

Sobre este punto, me quiero referir al proyecto de ley de la Provincia de Buenos Aires que propone penalidades a padres que agredan a docentes o directivos de escuela. ¿Cambiar las representaciones sociales acerca de la docencia es un tema de sanción de leyes punitivas sobre las familias? Estoy convencida de que una sociedad que observa que sus docentes nos son reconocidos desde el Estado tanto salarialmente (ubicándose en la parte más baja de la pirámide de salarios de todos los empleos) ni desde sus condiciones de trabajo (el pluriempleo; las condiciones edilicias; la salud; etc.), por más ley que se imponga estamos condenados a seguir vistos como un colectivo desvalorizado.

Creer que el respeto se va a construir sobre la base de amenazas de mayores sanciones hacia los padres, nos lleva a la misma paradoja que se presenta en las aulas con los alumnos. Y me queda claro que habrá muchos nostálgicos que sobre este punto argumentarán que “cuando nosotros íbamos a la escuela estas cosas no pasaban”, a quienes debo recordarles que esta educación basada en el miedo es la que nos llevó a donde estamos y a perder una enorme cantidad de jóvenes en el camino. Pero además como si fuera poco, hay que volver a recordar que el contexto que nosotros vivimos de chicos no es el mismo que se vive hoy. Revisemos etiquetas y preconceptos.

Si la solución que se propone ante el caso de un chico que se droga es expulsarlo, ¿qué se supone que sucederá luego con esa persona?. Y por supuesto que debemos pensar en ese chico y en todos los demás y esto es lo que nos enfrenta a las decisiones más difíciles diariamente. ¿Cómo incluimos cuidando a todos? No es tarea fácil y requiere del esfuerzo de los colegas docentes por asistir situaciones que muchas veces nos superan. Si tuviéramos condiciones de trabajo adecuadas, estaríamos mejor preparados para afrontarlas, tendríamos el tiempo y la capacidad de contener y asistir cuando se requiere. En este punto, no creo que una ley que sancione a los padres vaya a mejorar absolutamente en nada estas situaciones.

Hace unos días leí este Storify en Twitter de un relato del Prof. Leandro Montaña, que ilustra muy bien algunas de estas situaciones que enfrentan los docentes y que requieren a veces solamente del desafío de ponerse en el lugar del otro. Una historia que habla de la sencillez con que a veces se construye la inclusión y sin embargo de lo poco que vemos de esto en la escuela:

«No era tan difícil, la puta madre.

No estamos los colegios preparados para una piba así.»

¿Podremos lograr que la escuela abra espacios como éstos con la realidad que vivimos y responder a situaciones como la relatada de esta manera? ¿Los docentes ponemos en juego estrategias diversas para lograr la inclusión?¿Qué hacemos cuando las implementamos pero no se producen estas buenas respuestas y nos sorprenden actitudes que siguen atacando las pautas más elementales de convivencia y respeto? ¿Cómo lograr que las familias se integren a la escuela en un equilibrio de confianza, a donde no la cuestionen permanentemente de manera tal que nos impide tomar decisiones?. Me parece que por ahí está la clave: la reconstrucción de la confianza. Si las familias y los alumnos observan que la escuela y sus docentes son capaces de cuestionarse, reflexionar, reconocer errores y actuar ante situaciones que requieren un cambio, será más fácil reconstruir esta confianza y mermará la interpelación cotidiana de cada decisión que se toma en la escuela. Si hay algo que cuenta la historia del colega, es que supo reconstruir la confianza.

Aquí estamos sobre el término medio que requiere un esfuerzo tanto de las familias como de los docentes. Por parte de las primeras, confiar en que una vez que se plantea el problema la escuela actúe. Por parte de los segundos, tomar lo que familias y alumnos plantean no como un cuestionamiento sino como un punto de partida para la revisión y el cambio cuando es necesario. ¿Podremos llegar a este punto?

Si como padres estamos (me incluyo porque también estoy en ese rol) todos los días en la escuela cuestionando todo, difícil que se logre algo. Será importante mantener una comunicación que no invada y que dé cuenta de la confianza sin que esto implique callar cuando se observan situaciones que ameritan nuestra intervención. Es importante hacerle saber a la escuela aquellas cosas con las que no acordamos o que al menos nos hacen ruido. Participar y hablar, luego confiar. La ruptura total de la confianza en la institución amerita una reflexión familiar sobre la necesidad de un cambio: si todo es cuestionable, esa escuela ya no resulta el espacio adecuado para esa familia. Habrá que ver hacia dónde se inclina la balanza para definir. A veces las expectativas que se tiene sobre la escuela no concuerdan con lo que ella puede ofrecer y es necesario asumir que quizás ése no sea el mejor lugar, siempre y cuando se esté en condiciones de elegir y decidir.

Como docentes y directivos, abrir los canales de comunicación al mismo tiempo que sostener los límites que nos den espacio para actuar. Y fundamentar nuestras decisiones. No es posible vivir profesionalmente interpelado, pero tampoco lo es desconfiar de lo que el alumno o la familia nos plantea. Ese delicado punto intermedio resulta difícil, aunque no imposible. Y muchas veces entender y aceptar que no todas las familias están en condiciones de reflexionar en la línea de lo que nosotros pretendemos, sobre todo en cuanto a la necesidad de sostener límites cuando de adolescentes se trata, un problema que venimos observando permanentemente. Sencillamente muchos padres se encuentran desbordados y desorientados y no saben cómo actuar, lo que no los excusa por supuesto de su responsabilidad de intervenir con sus hijos. Tal vez tengamos que pensar en reeditar espacios que fueron emblemáticos de otras épocas como el de “escuelas para padres”. Y tener presente que en la escuela los límites claros con los adolescentes son necesarios todos los días, a pesar del desgaste que produce ponerlos.

Por último me gustaría señalar la necesidad de diferenciar los límites que se establecen para los chicos de los que se ponen para los adultos. Muchas veces se homologan estilos y se confunden los tantos. La única coincidencia en ambos casos es la línea que marca el respeto.

Hablar de inclusión, de convivencia, de heterogeneidad genera tensiones: no hay verdades absolutas; no hay recetas generalizables; no hay formas únicas de resolución; no hay iluminados. Sólo hay reflexiones, ideas y posibilidades de intercambiar puntos de vista. Pero tenemos que darnos un espacio para poner en palabras estas cosas que muchas veces se llevan la mayor parte de nuestra vida escolar. Pongamos en agenda estos puntos que son los realmente importantes, porque sino aparecen opinando desde los prejuicios quienes no están directamente implicados en la vida escolar y los funcionarios terminan tomando decisiones que no benefician en nada el trabajo escolar, pero instalando el discurso de que sí lo están haciendo. Somos los protagonistas de las comunidades educativas los que tenemos voz y voto en estos temas. Apropiémonos de ese espacio.

Créditos imagen: Andreshuco. Adolescentes. Fuente: Flickr.
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4 comentarios

  1. Hola Débora: como decía Howard Becker, citando a su maestro Hughes, nos enredamos con una premisa menor porque hemos velado la mayor: ¿acaso «todos» es una condición posible? La premisa mayor del silogismo parece ser esa, que «todo» es posible. No lo es, como tampoco «nunca» o «siempre» o «nada». Pero cuando los humanos borramos la necesaria diferencia entre entidades ideales y los cascotazos de la realidad, nos metemos en problemas a pesar de estar «todos» anhelando «lo mismo». ¡Condena irreductible de los seres hablantes, se nos impone ser fatigantemente minuciosos para que las palabras no nos seduzcan!
    Digo, tal vez se trata de que en cada situación, local, barrial, municipal… la paranoia del aparato estatal tenga las verijas de despojarse de su ansiedad por el control social y procure depositar en los Directores y los docentes confianza en su saber-hacer, en su observación-empática, en su lectura-informada y su anhelo de perfeccionarse en aquello que su deseo le llevó a encarnar.
    Una ética de respeto por la singularidad ya nos pone en la vereda de enfrente de las tentaciones a establecer «métodos» fantaseados como omnivalentes.
    Digo, docentes de todo pelaje, deberíamos apretar filas en torno de quienes se están jugando en un puesto directivo (de muy dolorosa distancia respecto de la fragua del aula de que proviene) para provocar una toma de conciencia de que no hay «todos» pero sí puede ser que «todos los que están» se sepan tan hospedados como responsabilizados.
    Saluti colegas, C.

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    • Hola Carlos, gracias por abrir la perspectiva.
      Me quedé pensando mucho en esa frase que compartiste de que «todos se sepan tan hospedados como responsabilizados» porque me parece que sobre lo segundo no hay demasiada conciencia y es indudablemente un punto pendiente sobre el cual trabajar.
      Un afectuoso saludo!
      Débora

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  2. Hola Débora
    Dos reflexiones.
    Hablar de una escuela para todos, lleva implícita la idea de una escuela para cada uno. Individualización y globalización son dos caras de la misma moneda. Respeto a ser.
    Intentando propuestas: para la mejora de la convivencia, siempre la proactividad colectiva es mejor que la reactividad individual: más diálogo y consenso horizontal y menos normas de convivencia verticales.
    Enhorabuena por todo lo que planteas.
    Un abrazo.

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