He escrito varias veces sobre este tema, pero parece que nunca fuera suficiente. Cada vez lo pienso más y más desde otras perspectivas y logro identificar tantos puntos reiterados, tantas coincidencias entre escuelas, que me abruma.
Que las instituciones educativas operan como sistemas de homogeneización y control social está más que dicho. Tanto como las veces en que esto se ha puesto de manifiesto y se ha denunciado la necesidad de trabajar sobre la heterogeneidad, la diversidad, la particularidad de cada alumno. ¿Por qué entonces nada pasa y todo sigue igual?
Me preocupan enormemente las voces de las minorías silenciosas: ¿quién y cómo se les dará voz? ¿Cómo conferirles un lugar de relevancia en la agenda escolar de manera tal que sean cuidados y contenidos tras ese deseo que no se concreta de la escuela inclusiva?
Empecemos por analizar el rol de cada uno de los actores institucionales en este tema.
Los chicos: las relaciones sociales en la escuela transcurren entre dinámicas diversas pero siempre atendiendo a la conformación de pequeños grupos que se van vinculando no sólo por intereses comunes sino fundamentalmente por la construcción de lealtades que posibilitan el pertenecer a determinados núcleos que van marcando la inclusión o exclusión según esas pertenencias. Los liderazgos surgen por causas variadas pero las exclusiones suelen seguir caminos comunes: todo aquel que se sale de “la media”, que es visto como diferente, es candidato para ser excluido. En el peor de los extremos este funcionamiento opera como bullying, mucho más frecuentemente de lo que todos los adultos quieren reconocer. Pero a veces sin llegar a una configuración de “todos contra uno o contra unos pocos” las exclusiones aparecen siempre. Hacia los «tragas», «los negros», «los gordos», «los débiles», «los mariquitas», «los pobres», «los raros», y podría seguir enunciando categorías al infinito: todas revisten la misma gravedad, todas se sustentan en un profundo sentimiento de discriminación hacia aquel que es diferente de la mayoría.
A veces cuesta entender por qué esto se ejerza con tanta virulencia, pero cuando vemos luego el rol de los adultos en estas situaciones todo termina explicándose (aunque por supuesto, nunca justificándose).
¿Pero qué efecto tiene esto sobre las minorías silenciosas? Para empezar, las obliga a hacer un enorme esfuerzo por invisibilizarse para sobrevivir. Todo lo que piensan o sienten debe ser ocultado si quieren transitar con bajo costo su escolaridad. ¿Y a dónde se pone todo esto? Cada chico hace como puede para resolverlo, con la mayor o menor ayuda de su familia según el caso, que muchas veces incentiva la invisibilización como estrategia con el sentido de facilitar la experiencia escolar. ¿Es justo que esto sucede en una escuela que supuestamente atiende la diversidad e incluye?
Pensemos qué espacios cotidianos del aula podemos destinar a abordar estos temas con los grupos.
Los docentes y directivos: hay tanto para pensar sobre el rol que se ejerce por acción u omisión…
En principio, tendríamos que detenernos sobre la acción pedagógica en cuanto a estas minorías: ¿el docente las señala y distingue en el aula de manera positiva o negativa? ¿Se trabaja con el grupo sobre la diversidad y el respeto a las diferencias o sólo se deja que suceda? ¿contribuye a marcar la diferencia de algunos en el aula muchas veces exponiendo y poniendo en situación de provocar burla contra quienes son minoría? ¿Los alecciona para que sean como los demás y no se presenten diferencias en el grupo?
Observo múltiples situaciones a donde algunos docentes -con más o menos conciencia en cada caso-, juegan un rol que confirma y profundiza la marginación o incluso la promueven. Las que más me preocupan son las que no registran y carecen de intencionalidad negativa, porque nos queda por delante un importante trabajo de reflexión para identificar el problema. Por supuesto que me preocupan los que tienen intencionalidad de marginar o excluir y lo ponen de manifiesto, pero en cierto modo el sistema está dotado de herramientas normativas que permiten intervenir sobre estas situaciones. ¿Qué hacer con quienes no se dan cuenta de cómo contribuyen a la exclusión? Aquí nos debemos un profundo espacio de trabajo.
¿Por qué ese afán por pretender que todos sean iguales en el aula? Sencillamente porque es más fácil: la homogeneización simplifica el trabajo docente. El reconocimiento de la heterogeneidad implica el diseño de estrategias y la puesta en marcha de la creatividad ante situaciones impensadas. Resulta más cómodo creer que dando lo mismo a todos o tratando a todos por igual es suficiente. Pero también interviene el factor de la falta de herramientas o formación para hacer frente a estas diferencias, y en esos casos los docentes hacen lo que pueden con lo poco que traen, equivocándose muchas veces sin saberlo.
Sin embargo, el rol de los docentes en el aula resulta fundamental para frenar o profundizar la exclusión de las minorías. La falta de intervención, la omisión, resulta tan dañina como una mala intervención. Dejar hacer sin poner límites a quienes ejercen la exclusión o minimizar el problema cuando un alumno que se siente excluido se acerca a plantearlo, intentando una escena políticamente correcta de “acercamiento de las partes” y creyendo que con eso se hizo lo que había que hacer, sólo contribuye a la acumulación de poder de algunos grupos por sobre la confirmación de la pérdida de los que ya no lo tenían. Cuando hay relaciones de poder desiguales en un grupo, no se puede hacer como si todos estuvieran en la misma posición.
Un punto importante también es qué se busca en los casos que hay intervención: ¿poner un límite? ¿acercar las partes? ¿son compatibles ambas cosas? El trabajo con los grupos por la convivencia es algo de todos los días. Los docentes muchas veces corremos detrás de las cuestiones académicas y administrativas que nos tapan y descuidamos la atención cotidiana necesaria para prevenir. Trabajar la convivencia en el grupo es tan importante como trabajar los contenidos de las áreas curriculares.
Por la complejidad que han alcanzado estos problemas las escuelas debieran contar con proyectos institucionales permanentes inherentes al trabajo sobre inclusión y exclusión, que se fueran renovando. Pero lo que es fundamental es pensar en una intervención que dé voz a las minorías y que rompa con los procesos de invisibilización. Es sorprendente la cantidad de chicos que no se animan a hablar, a decir lo que sienten y que simplemente callan e intentan seguir como pueden con las pocas herramientas con que cuentan. ¿Quién trabaja con ellos? En general sólo se interviene cuando ya se produce el problema, a pesar de que existen múltiples indicadores previos.
La formación sobre estrategias de intervención debería ser un tema para agenda en todas las escuelas. Claro que hoy los tiempos y espacios para abordar estas cuestiones son prácticamente inexistentes.
Las familias: aquí entramos en un terreno difícil pero sobre el que creo que la escuela no puede dejar de convocar a trabajar. Muchas veces nos sorprendemos de escuchar cómo algunos padres alientan a sus hijos a excluir a algunos de sus pares por diversos motivos. Lo que está claro es que los chicos no excluyen o atacan porque sí, sino que existen “permisos” o mensajes que decodifican como justificaciones para lo que hacen. Si bien no vamos a ser deterministas porque a veces los padres no comparten el accionar de sus hijos, asistimos a una gran cantidad de casos a donde además lo incentivan.
Muchas veces el problema está en intentar lograr que una familia se ponga en el lugar de la otra y que comprenda lo que se genera transmitiendo a los chicos mensajes de enfrentamiento o exclusión: “con ese no te juntes”; “si los ves haciendo eso agarralo y…”. Por más complicado que parezca, las reuniones con padres en particular o en grupo son el espacio para abordar estas temáticas aunque sepamos que no es suficiente. Hoy pasa más en los grupos de Whats App que lo que vemos suceder en interacciones cara a cara. Y creo que sobre su uso para una buena convivencia también es necesario trabajar desde la escuela.
Es importante comprender que lo que pasa hoy en un aula trasciende su espacio físico y se traslada a un espacio virtual, extendiéndose incluso en el tiempo. Si antes los excluidos en la escuela sufrían sólo las horas que estaban dentro de ella, ahora el padecimiento se extiende a las 24 hs del día en las redes sociales y toma una dimensión global intolerable para quien lo sufre.
¿Cuánto trabajamos del tiempo escolar sobre el uso responsable de las redes sociales? ¿Cuánto enseñamos lo que se puede y lo que no y la distinción entre lo público y lo privado? A mi entender, aún poco y nada. Nos queda un capítulo completo por abordar, sobre el que también los docentes requieren formación de la que muchas veces se resisten por no considerarla relevante: el “a mi la tecnología no me interesa”, ó “pasa fuera de la escuela”.
Sin embargo, ya no es tan claro “el adentro” y “el fuera” de la escuela”. Los límites se han desdibujado pero muchos siguen creyendo que se pueden sostener como antes.
Tenemos tantas formas de abordaje posible para dar voz a las minorías y para cuidarlas y respetarlas. En la medida que tematicemos el problema y lo pongamos en la agenda diaria de la escuela tendremos alguna chance de empezar a solucionarlo. Negándolo, de seguro que perdimos la batalla de entrada.
Créditos imagen: Thomas Quine, Racism. Fuente: Flickr.
[…] como la conocemos tiene 200 años. En la modernidad ha pasado por cuatro fases: escuela-monasterio, escuela para minorías, escuela de masas, red. La invención de aula acompaña las transformaciones de esta escuela […]
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